No se había planteado que este día llegaría hasta hace una escasas horas. Estrenó su falda azul, se puso su camiseta naranja de la suerte (buena), se colocó el lápiz morado en el pelo como solía, y salió a la calle.
De camino ya pensaba, ya se iba haciendo a la idea de que pasaría, pero dio una patada al pensamiento y se dedicó por completo a su mirada, sus gestos, sus palabras y su sonrisa tan especial. Esa complicidad mutua siempre quedaría en las dos, entre ellas, y sería algo que nunca nadie les quitaría (o eso se atrevió a pensar).
De repente pasaron por su mente los miles de momentos compartidos: las risas, los agobios, las miradas de complicidad, incluso las de odio y enfado, la reconciliación, las frustraciones, los abrazos, las lágrimas, los detalles regalados.... El mundo que ellas habían creado por y para ellas, y que entre ellas quedaría para siempre.
Pero la hora llegó. Se abrazaron como si fuesen a verse mañana mismo, o la próxima semana, y cantaron a dúo aquella ridícula canción. Pero ella sabía que tardaría en volver a cruzarse con su mirada y el brillo de su sonrisa. Así que dio un saltito abrazándose a su cuello, gritándole en silencio cientos, miles, millones de cosas, sin atreverse a soltarla por miedo a lo que pasaría a partir de aquel instante.
La sonrió, y le devolvió la sonrisa. Dio media vuelta. Y la vio marchar.. tan guapa como siempre, tan lejos como nunca..
Y ya me muero echándote de menos..