"No me dejes marcas", me dijo.
Y un silencio de tres segundos inundó la habitación.
Eso era como pedirme que no riera o no respirase.
"No me dejes marcas". Excitante y horrible para alguien como yo en un momento como el mío.
La última vez que rocé su piel y sentí su mirada estaba desnuda enredada en mis sábanas. Más preciosa que nunca, y yo tenía la suerte de ser la única persona del mundo que podía disfrutarlo.
"Tú puedes hacerlas", respondí. Y quizá se lo tomó al pie de la letra.
Al irse, de nuevo, dejó el cenicero lleno y el mechero. Un pequeño regalo, la paz de una nota y su camiseta favorita.
Y sus marcas.
"No me dejes marcas", y se me escapó una donde no quería dejarla.
"No me dejes marcas", y en el fondo muy en silencio yo le pedía lo mismo. Pero me decanté por el riesgo de la intensidad.
"No
me
dejes
marcas
".
Y se fue.
Sin marcas.
Olvidando llevarse las suyas,
dejándome marcada
intensamente.
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