Notaba la presencia de la noche como si le estuviera abrazando.
LLegé, la miré, olí su esencia, y me senté junto a ella. No dejaba de mirar al infinito, con la mirada perdida. Estaba sentada en aquella especie de precipicio, con las piernas colgando: parecía que no era consciente de dónde estaba.
Sus manos tocaban el suelo, y mantenía una pose derecha, firme. Parecía tan segura, que nadie notaría sus manos temblorosas. El balanceo de sus piernas hacía que su cuerpo se moviera, y ella más se asustaba. Pero aún así no dejaba de hacerlo. Cada vez se movían más y más rápidos. Extendía las palmas de las manos, y parecía que intentaba agarrarse sin conseguirlo. No se atrevía a pestañear, a pesar de que sus lágrimas asomaran a sus ojos hace tiempo.
Sacó pecho, como inclinándose hacia el infinito, echó la cabeza un poco hacia atrás, y puso sus pies como si estuviera bailando en puntas sobre el vacío.
Entonces, rompió a llorar. Y grito tan fuerte que nadie, absolutamente nadie pudo oírla.
Silenciosa, y casi sin moverse, se quedó sentada con su espalda erguida, sus manos apoyadas en sus piernas que balanceaban levemente, y su mirada baja, simulando que veía todo lo que había millones de metros más abajo.
Sonrió. Y continuó con su vida, con la mirada baja, pero mirando hacia el infinito, en silencio, sin moverse.
Unas 10 horas (quizás segundos) después me miró, y me dijo con simulada indiferencia "¿Qué? Sólo quería sentirme viva unos minutos".
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